En los pliegues de la brisa caribeña, entre las corrientes que susurran secretos ancestrales, la leyenda de Old Parr se desplegó como un pergamino dorado.
Navegando desde tierras lejanas, este whisky escocés, con su esencia de maltas añejas y su alma inquieta y latina, encontró su destino a orillas del río Guatapurí.
Llegó con tal ahínco que entre chanza y chanza le dio un nuevo nombre a la tierra que lo acogió, fue así como por allá en el 67, en medio del auge del whisky, Valledupar se convirtió en el Valle de Old Parr. Allí, en esta ciudad mágica, halló su cuna, y como un viajero fatigado, fue acogido con brazos abiertos. Poco a poco, su aroma se fundió con el aire caliente, y su sabor se entrelazó con el ritmo del acordeón y los versos de los juglares.
Este año, se cumplen 57 festivales desde que tres personas: Rafael Escalona, Consuelo Araujo y Alfonso López Michelsen, se unieron para conservar el patrimonio musical de todo un país, para que historias, mitos y leyendas que se contaban a través de la música, llegaran a todos los colombianos de una manera especial. No es casualidad que esta edición rinda homenaje a Iván Villazón, que en uno de sus versos más reconocidos menciona “Aunque busque consuelo y veas a alguien conmigo, ni siquiera el Old Parr, ha podido contigo”.
Generación tras generación, las noches estrelladas, los patios, las parrandas, las tertulias han sido la excusa para brindar con Old Parr, algunos lo prefieren con soda, otros tantos lo piden puro, con su etiqueta desgastada por el tiempo y su corcho envejecido, ha vivido bajo sus propias reglas, como un trovador errante y en cada sorbo, se despliega una sinfonía de sabores que acarician el paladar.
Es la palmada en el hombro que alza el ánimo, el oido dispuesto para las confidencias, el amigo fiel. No es solo un whisky; es un libro de historias, un brindis por la vida.
En el corazón del Valledupar donde el viento lleva ecos de acordeones y las calles vibran al ritmo de la caja vallenata, se celebran las leyendas. No son muchos quienes tienen el privilegio de ser considerados de esa forma. Algunos de ellos aun nos acompañan, otros ya se fueron de este plano, lo cierto es, que aquí tendrán la certeza de que nunca serán olvidados.
Bienvenidos al valle de Old Parr, tierra de cantores, donde nacen las leyendas. Si de ellas hablamos, varios nombres resplandecen:
Gonzalo Arturo «El Cocha» Molina
Rey de reyes, dueño de un acordeón que canta con audacia. Sus notas desafían las estrellas y se sumergen en el alma de quienes escuchan. El atrevimiento es su firma, y su música fluye como un río indomable. Su padre, Arturo, tocaba la guitarra con los grandes, y en esa herencia, El Cocha Molina encontró su voz. Ha acompañado a los cantantes vallenatos más célebres, y su acordeón es un puente entre el pasado y el presente.
Darío Pavajeau Molina
Gallero y anfitrión, lleva en su sangre el vallenato. Su padre, Roberto Pavajeau Monsalvo, fue un visionario que desafió las convenciones sociales y llevó la música a las parrandas. En las noches de Valledupar, Darío se convierte en un guardián de las tradiciones. Su historia es un capítulo vibrante en el libro del vallenato, y su amor por esta tierra es inquebrantable.
Gustavo Gutiérrez Cabello
Su historia se teje en las calles empedradas de Patillal, ese rincón de juglares y melodías. La vena musical fluye desde su bisabuela, Juanita Monsalvo, una pianista cienaguera cuyas notas se entrelazaron con el patriarca Tobías Gutiérrez. En su vejez, cuando la memoria se tambalea como un danzón nostálgico, Gustavo confiesa que las ciudades le fastidian y el tumulto de gente le incomoda. Pero es ese aire perdido de la ciudad moderna lo que lo inspira. Así, compuso “Rumores de Viejas Voces”, una melodía que resonó en el Concurso de la Canción Inédita del Festival Vallenato en 1969. Desde entonces, El Flaco de Oro ha tejido más de cien canciones, hilando el folclor vallenato en su telar de sueños.
Efraín El Mono Quintero
Arquitecto de notas y pintor de melodías, pinta el vallenato con los colores de su alma. Inspirado por la tierra que lo vio nacer, su paleta se llena de matices cotidianos. Las texturas de sus composiciones son como pinceladas en un lienzo, y el realismo mágico se funde con la música en sus obras. El Mono Quintero, vicepresidente de la Fundación del Festival Vallenato, es un guardián de la tradición. En las aulas de la Escuela de Bellas Artes de Valledupar, enseñó a los jóvenes a danzar con los acordes y a pintar con las notas. Su vida es un mural de colores, y en cada trazo, el vallenato canta su historia.
Así, en el valle de Old Parr, donde las notas y las leyendas se entrelazan, el festival cobra vida. Las guitarras y los acordeones se alzan como estandartes, y el espíritu de la música fluye como un río eterno. Este testigo dorado y silencioso, sigue brindando, porque en Valledupar, cada sorbo es un verso, y cada encuentro es una leyenda.