Por Juan Rincón Vanegas. juanrinconv@hotmail.com El hombre que vivió en tinieblas porque Dios quiso dejarle sin oficio uno de sus sentidos para cambiárselos por ojos en el alma, tuvo motivos valederos para estar feliz porque un escultor quiso añadirle un monumento a su inmortalidad.
Un monumento que está ubicado en el lugar exacto, el lugar donde el maestro ciego del vallenato comenzó a granjearse su fama a través de sus bellos cantos. Esos cantos de versos chiquiticos y bajiticos de melodía, esos cantos donde se pinta la belleza de una mujer que al caminar hace sonreír la sabana y de la diosa que cuando mueve el caderaje hace poner al rey más engreído.
Ese lugar escogido por el hombre que cantaba triste por la serranía es San Diego, pueblo del Cesar, considerado hermoso y colmado de bendiciones.
Cuando a Leandro Díaz Duarte le preguntó el escultor Jorge Luís Payares, sobre el lugar para ubicar el monumento, no lo dudo un instante y señaló al pueblo de sus amores, al pueblo donde creció musicalmente al lado del trío de Antonio Braín, Hugo Araújo y Juan Calderón.
En ese pueblo quedaron sembrados los más grandes sentimientos del hijo de María Ignacia Díaz y Abel Duarte y que con el paso de los años se convirtió en el más célebre de sus 15 hermanos. Ese hombre que Dios le dio el milagro de la inteligencia para que expresará su sentir a través de canciones.
“De San Diego tengo un agradecimiento eterno, es una tierra grata que me acogió como su hijo y donde viví momentos importantes de mi vida. En ese paraíso de amigos y parrandas inolvidables salí a darme a conocer por todas partes y era justo que un monumento en mi honor quedara sembrado allá. El monumento es algo que me llena y me satisface mucho. Fue un detalle hermoso que me hizo Hernando Molina Araujo, siendo gobernador del Cesar, y precisamente en San Diego, tierra donde tengo sembrado mi corazón”, dijo en esa ocasión Leandro Díaz
Seguidamente se remontó a los primeros años de su vida donde sufrió por culpa de su ceguera y le busca una excusa diciendo que todo sucedía debido a que era improductivo. “Mis padres no se preocupaban por mí, el niño que no hacía nada, sino por mis hermanos, sus ayudantes en las labores del campo, y me dejaban solo mucho tiempo en la casa. Así crecí como un retoño perdido”.
No se puede salir de los recuerdos tristes de su niñez y dice que se dedicaba a elaborar cosas con una navaja: cucharas de palo y totumas. Entonces relata una historia que enmarca de cuerpo completo su sufrimiento. “Siendo muy niño me subí a un palo de papayo en busca de la fruta que más me gustaba y me caí. No sé cuanto tiempo estuve privado del conocimiento por el golpe fuerte que recibí, y lo peor es que nadie se dio cuenta”.
Esos hechos que narró en su mundo de tinieblas lo hicieron aprender a ser fuerte, poder armarse de calma y tener mucha resignación. Precisamente esos hechos dieron motivo para su primera canción titulada ‘Quince de julio’.
“Es una canción de rechazo a mi familia porque me dejaban solo. Tenía que bajar al arroyo a buscar agua y a bañarme y me caía mucho, rodaba pendiente abajo. Era un martirio y yo lo resentía. Mi mamá se mortificaba mucho cuando me oía esa canción y un día me rogó que no la cantara más. Le dije que era una promesa y se la cumplí”.
Después vino la canción ‘La loba ceniza’, que para Leandro es la primera para no violar el compromiso con su mamá. Esa obra también fue el primer hurto literario que le hicieron al poeta ciego del vallenato. Abel Antonio Villa le cambió el titulo por el de ‘La camaleona’.
La destreza de la memoria de Leandro era excepcional. Muchas de sus canciones tienen las palabras precisas, incluso llenas de poesía y filosofía que muchos no logran entender, pero que él sabía que salían de lo más profundo de su alma. Es sentimiento puro, es esencia natural y es el acumulamiento de experiencias vividas. Tuvo la virtud de que al cantar se aliviaran sus penas que al final derrotó con el poder de sus versos.
Censo musical
Estando metido en el berenjenal de los recuerdos contó que fue el primer y único compositor que se ha atrevido a realizar un censo, metiendo en una canción a la mayoría de habitantes del pueblo de Tocaimo, jurisdicción de San Diego, donde en ese entonces vivía.
Es una historia fantástica que relató el mismo maestro Leandro. “Quería viajar a las fiestas de Hatonuevo, sur de La Guajira, y no tenía plata. Pedí a varios familiares y nada. Faltaban como cuatro días para el inicio de la fiesta y no había ninguna solución, hasta que se me iluminó la mente. Me senté en una piedra grande que había en la puerta de la casa y empecé a recordar los nombres de todas las parejas del pueblo, hice la rima y encontré la melodía. Es un merengue sin coro y de once versos para las treinta parejas que recordé.
Compuse la canción ‘Los Tocaimeros’ en dos horas y al día siguiente la salí a cantar. El primer lugar que visité fue el del río donde un tío mío. Le dije que era el primero que aparecía en la canción. Enseguida me dijo que se la cantara, pero le expliqué que la estrenada valía cinco pesos.
Se negó la primera vez, insistí y nada. Fue su mujer la que me dijo que la cantara porque ella tenía una plata de la venta de unos cerdos y me podía responder. Canté la canción y cuando terminé mi tío me dio un abrazo y me dijo que tenía cinco pesos más. Salí así por todo el pueblo a cantar y me daban de a cinco o de a tres pesos y en esa época eso era plata. Recogí un montón de dinero y me fui a la fiesta de Hatonuevo. Desde allí supe que mis canciones iban a darme todo lo que yo necesitaba”.
Se extasió hablando de sus canciones y mencionó las que más le gustaban: ‘Seguiré penando’, ‘Dios no me deja’, ‘A mi no me consuela nadie’, ‘Cultivo de penas’, ‘Tarde gris’ y ‘Para qué llorar’. Todas relacionadas con el entorno de su vida.
Con el monumento ubicado al frente del Hospital de San Diego está la estampa de cuerpo entero del hombre que se dedicó toda su vida a cantarle al amor, a la naturaleza, a las mujeres y que vio la oportunidad precisa para poner en su puesto a las penas y darse el lugar que merecía en el mundo vallenato, ese mundo de Macondo donde un ciego escucha en medio de su soledad a los árboles llorar porque les llegó el verano y que en su pensamiento hace posible que Matilde camine para que de inmediato una faz de la tierra sonriera. Ese era Leandro, el inmortal.
JUAN RINCÓN VANEGAS
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